En La puerta de mi casa, Marga Blanco nos invita a cruzar el umbral de una subjetividad lúcida y delicada, que construye su espacio poético como una arquitectura emocional: una puerta que resguarda a los muertos queridos, un patio trasero de infancia y adolescencia, y una terraza que se abre —sin más techo que el cielo— al presente y al porvenir.
Esta no es una casa cualquiera: es un símbolo, una forma de estar en el mundo con dignidad, ternura y resistencia. A través de una escritura profundamente íntima pero cargada de conciencia ética, Blanco eleva la fragilidad humana a la categoría de bien compartido, de don gratuito. Su poesía, que no clama ni magnifica, está tejida con la serenidad de quien ha aprendido a mirar el dolor, la pérdida o la tristeza sin bajar la cabeza.
Aquí no hay búsqueda de felicidad impuesta, sino una lucidez amorosa —o lorquiana alegría— que sabe que el único horizonte cierto es el deber del afecto. El lenguaje poético de Marga Blanco logra hacer de lo cotidiano algo sagrado sin perder su verdad, de lo sombrío algo habitable sin edulcorar. En cada verso, como cristales derretidos entre los dedos, resplandece una forma de habitar la vida: real, íntima, radicalmente humana.
